Alguns Esboços... [Assaigos sociologics de Julio Souto]

La literatura no és més que un esforç contra l’oblit.

Josep Pla.

En O tempo e o romance, Adam Abraham Mendilow presenta una serie de elementos analíticos, por medio de los cuales la novela (o los novelistas, o los lectores de las novelas) trata(n) el tiempo, ese extraño elemento dimensional que, junto al espacio, configura más esencialmente nuestra experiencia cotidiana. Si todo acontecimiento se situa en algún punto del tiempo y el espacio, adentrarse en una obra literaria, como representación ficcional de un espacio-tiempo diferente al nuestro, supone siempre una suerte de desplazamiento imaginario. Dice Claudio Magris en El infinito viajar:

Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.

Las características formales (específicamente temporales) de esos viajes será lo que trate de desmenuzar Mendilow, mediante la presentación de los rasgos de diferentes novelas, cuyos autores tomaron diferentes decisiones. En este texto, y sirviéndonos de las herramientas de Mendilow, trataremos de observar algunos de estos rasgos en obras de Thomas Mann, Julio Cortázar y Roberto Bolaño. Para la selección de estos tres autores nos interesó, antes que su singular tratamiento del tiempo, la obsesión por un tema recurrente: el horror y la memoria, la violencia extrema y su representación literaria. El sociólogo Zigmunt Bauman, reflexionando acerca de la Modernidad y el Holocausto, comparaba las representaciones historiográficas más habituales de ese funesto capítulo de nuestra historia a relatos simplificados y desconectados del fluir de nuestra historia, como “cuadros bien enmarcados para marcar la separación entre la pintura y el papel de pared resaltando como difiere del resto del mobiliario”. Sin embargo, al profundizar en su estudio, descubría como el Holocausto “no era solo siniestro y horrendo, sino absolutamente nada fácil de comprender en los términos habituales, ‘comunes’”. El sociólogo concluía:

Las pruebas reunidas por los historiadores eran aplastantes por volumen y contenido. Y sus análisis, profundas e irrefutables. Mostraban de forma razonablemente indudable que el Holocausto era una ventana, más que un cuadro en la pared. (…) No encontré nada agradable lo que vi en esa ventana. Cuanto más deprimente la vista, sin embargo, tanto más me convencí de que negarse a mirar sería temerario para quien lo hiciese.

Buaman, Modernidad y el Holocausto: 10.

En principio, la literatura parece no asumir inherentemente ese compromiso con la historia, el compromiso de mirar por las ventanas de lo real. Observando el “locus de tempo del escritor”, Mendilow señala:

Se o escritor médio vê-se restringido pelas limitações de sua época e reflete as perspectivas dela, o grande escritor permanece acima dela, e vê sub specie aeternitatis. (p. 98).

Suponemos que, con esta extraña sentencia latina, el crítico hace referencia a la posteridad, obsesiva ballena blanca de los aspirantes a grandes escritores. Este concepto, que en absoluto es indiferente a nuestra consideración del tiempo, parece impeler al escritor a superar las urgencias de su tiempo y crear artefactos espacio-temporales robustos, arquitecturas ficcionales que soporten la erosión del tiempo. En última instancia, a lo que aspirarían los escritores efebos que se enfrentan a sus precursores en un combate agonístico, es a un lugar en el olimpo del Canon, a un lugar en el parnaso ahistórico y eterno de los genios literarios. En ese sentido, el énfasis en el caracter ficcional de las representaciones parece destacarse como un mérito creativo, que hará que la memoria de la genialidad del autor trascienda la memoria de la realidad que retrata. En este sentido podemos leer los prologos de Mario Vargas Llosa a la obra de José María Arguedas:

Tomar al pie de la letra lo que José María Arguedas decía sobre lo que escribió ha llevado a muchos -a mí mismo, en una época- a pensar que el mérito de sus libros está en haber mostrado más verazmente la realidad india que otros escritores. Es decir, en el documentalismo de su ficción. (…)

Sin embargo, junto al deseo de dar un testimonio fiel de la realidad andina, había en los orígenes de su vocación, más decisiva, más secreta, una razón personal. (…) Lo cierto es que, partiendo de un conocimiento más directo y descarnado de la Sierra, Arguedas no desfiguró menos la realidad objetiva de los Andes. Su obra, en la medida en que es literatura, constituye una negación radical del mundo que la inspira: una hermosa mentira. (…) El mundo forjado así, de palabra y fantasía, es literatura cuando en él lo añadido a la vida prevalece sobre lo tomado de ella. Ese elemento nuevo, la originalidad de un escritor, resume, curiosamente, con implacable fidelidad, su más íntima historia.

    M. Vargas Llosa, “Prólogo” en J. M. Arguedas, Los Ríos Profundos

Frente a estos exaltados alegatos, que pensamos que no defienden tanto la libertad individual como la profesión de intelectual, encontramos nociones de memoria colectiva y narratividad que podrían ser aportadoras para nuestra concepción del tiempo en la novela. Hannah Arendt, escribiendo sobre la memoria Entre o passado e o futuro, decía:

Trabajar con la memoria es cuidar. Rememorar es cuidar. Se existe el tiempo de consumir, el tiempo de trabajar, y el tiempo de cuidar, de preservar, de contemplar la propia obra, el tiempo de cuidar, de preservar, de contemplar reafirma las relaciones comunitarias y el sentimiento de pertenencia a un grupo.

H. Arendt, Entre o passado e o futuro: 98.

Así, en no raras ocasiones vemos como escritores (los tres seleccionados son un ejemplo) se enfrentan a los desafíos y exigencias de sus circunstancias. Por seguir con la analogía de Bauman propuesta arriba, diríamos que no es en absoluto un desafío fácil: si la realidad del Holocausto era una ventana a la que asomarnos, la construcción de un artificio que simule una ventana, exigirá sin duda la mayor sofisticación de técnicas y herramientas, o nos arriesgaríamos a crear de nuevo un cuadro plano, sin profundidad, simplista. Avancemos, por tanto, en el material de Mendilow.

El Holocausto de Thomas Mann: El Doktor Faustus1.

La ubicación espacio temporal del proceso de redacción de esta novela, entre 1943 y 1947, durante el exilio estadounidense de Thomas Mann, puede considerarse un factor determinante para comprender algunos de sus rasgos formales. Asimismo, no podemos dejar de destacar la participación del filósofo y musicólogo Theodor W. Adorno2, dado el protagonismo del tema estético-muscial en la obra, con pasajes terriblemente eruditos. Básicamente, la estructura se puede resumir en un paralelismo sobre las aspiraciones de perfección y control propia de la modernidad, reflejadas tanto en la música erudita posterior al al arietta de la sonata para piano nº 32, Opus 111 de Beethoven (comentada ampliamente en el cap. VIII), y especialmente en la técnica dodecafónica de Schônberg, con la utopía totalitaria el régimen totalitario nazi. Lo que nos lleva de nuevo a la lectura de Bauman sobre la Modernidad y el Holocausto.

El primer artificio técnico de Mann que nos llama la atención desde la extensa exposición preliminar, es la tensa relación establecida entre el pseudo-autor, el personaje protagonista, y el lector. Así se abre la novela:

Aseguro resueltamente que no es en modo alguno por el deseo de situarme en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida del difunto Adrián Leverkühn, esta primera y ciertamente sumaria biografía de un hombre querido, de un músico genial que el destino levantó y hundió con implacable crueldad. Me empuja a hacerlo únicamente la suposición de que el lector —mejor diré: el futuro lector, ya que por ahora no existe la más leve probabilidad de que mi original llegue a ver la luz pública, a no ser que un milagro permita hacerlo salir de nuestra Europa, fortaleza asediada, para llevar a los de afuera un soplo de los secretos de nuestra soledad—, únicamente, repito, la suposición de que el lector deseará conocer, aunque sólo fuere superficialmente, algo sobre el quién y el cómo del que esto escribe…

Thomas Mann. Doctor Faustus, p. 3.

En este breve pasaje, el narrador se ubica en un locus temporal (la Europa asediada de la Segunda Guerra Mundial), nos sintentiza en dos movimientos el auge y caída del protagonista de esta biografía (Adrian Leverkûhn), e incluso se hace alusión a un tercer locus temporal, el del hipótetico lector, al que se dirige como un náufrago lanzando botellas al mar.

Relacionándolo con el tema central, podemos interpretar que esta opción técnica refleja el aislamiento, la incomunicación de la Europa bélica, y el hermetismo brutal que separaba a los diferentes grupos humanos. Pero esto sería completamente inconsistente sin el paralelismo biográfico que utiliza este cronista encerrado: el músico Adrian Leverkuhn es Fausto, el mito consagrado por Goethe como icono de la modernidad. Articulando delicadamente estos dos locus temporales (el tiempo de lo narrado y el tiempo de la narración) con el mito que lo fundamenta, lo que llegamos a intuir es que el Holocausto era un riesgo inherente a nuestra civilización. Nuestra imagen como civilización, el ideal de progreso ilimitado, aparece plasmado en un héroe de vida eterna, que corre mil aventuras sin saciarse nunca, persiguiendo “el instante en el que quisiera detener el tiempo” -el instante de redención- sin alcanzarlo nunca. Para mantener el paralelismo con el mito fáustico, articulado en esa arquitectura narrativa descrita arriba, Thomas Mann desenvuelve algunos ingeniosos artificios, como el brillante capítulo XXV, cuando Adrian dialoga con Mefisto:

El documento repetidas veces mencionado en estas páginas, el cuaderno secreto de Adrián, en mi poder desde su muerte, conservado como un precioso y terrible tesoro —ese documento ahí está, y anuncio que ha llegado el momento biográfico de utilizarlo. Después de volver en espíritu la espalda al refugio que Adrián eligió voluntariamente para compartirlo con su amigo, queda en suspenso mi discurso. En este capítulo, vigésimo quinto, el lector oirá la propia voz de Adrián Leverkühn.

¿Es en efecto la suya? Se trata de un diálogo. Otro personaje muy distinto, atrozmente distinto, está casi siempre en el uso de la palabra y el memorialista, en su salón de piedra, no hace más que anotar lo que de él oyó. ¿Un diálogo? ¿Verdaderamente un diálogo? Tendría que ser loco para creerlo. No puedo creer tampoco, por lo tanto, que él, en el fondo de su alma, tuviera por real lo que vio y oyó: ni cuando lo vio y lo oyó, en efecto, ni después, al trasladarlo al papel —y ello a pesar del cinismo con que su interlocutor trató de convencerle de su existencia objetiva. Pero si no hubo visitante —y la sola admisión condicional de su posible existencia y realidad, implicada en esta frase, basta para horrorizarme—, da escalofrío pensar que tanto cinismo, tanto menosprecio, tanta doblez y tantas añagazas pudieron salir de la propia alma del infeliz visitado…

Ni qué decir que no me propongo confiar al impresor el manuscrito de Adrián. Con mi propia pluma copio, palabra por palabra, lo que él escribió en papel de música con su letra anticuada, redonda, gruesa, letra de monje.

Thomas Mann, Doctor Faustus, cap. xxv

Para narrar un episodio en el que el narrador no está presente, y cuya confesión por el protagonista hubiera sido inverosímil, Mann se sirve de “el hallazgo de un documento”. La supuesta transcripción de las notas nos permite ver la escena con la perspectiva del protagonista. Nótese que queda en la incógnita si Mefisto llegó realmente a manifestarse, gracias al juego de lo que Mendilow llama “visibilidade restrita”. Como lectores, nos corresponde a nosotros juzgar quién fue realmente el interlocutor de Adrian: ?El Diablo o una ilusión febril?

Esta indeterminación exige necesariamente una primera participación del lector en la creación de ese presente ficticio. Esta participación de la audiencia puede encontrar una alegoría en el capítulo LVII, cuando tras una vida de encierro Adrian se decide a estrenar su última obra (La oda a la tristeza) frente a un auditorio compuesto por sus amigos. La búsqueda de la redención parece culminar para el músico en la comprensión comunitaria, y cuando el compositor se desmaya exahusto, su ama de llaves exclama:

¡Fuera de aquí todos juntos! ¡Las gentes de ciudad no comprendéis nada y aquí hace falta mucha comprensión! Mucho ha hablado de la gracia divina, el pobre hombre, y no sé si ella podría bastar. Pero la comprensión, podéis creerlo, cuando es total y humana, basta para todo.

Thomas Mann, Doctor Faustus, cap. lvii.

Por otro lado, volviendo al diálogo satánico, la presencia directa del narrador, antes de retirarse y dejarnos a solas con los “documentos”, parece favorecer el efecto de verosimilitud, a pesar de hacernos conscientes del “solipsismo entre dos presentes”. En este punto discreparíamos de Mendilow cuando se refiere al autor intruso como una amenaza para la “integridad artística”, citando a Flaubert y Henry James como partidarios acérrimos de un narrador en tercera persona que no se hace visible en ningún momento. Pensamos que una ilusión suficientemente consistente puede permitirse el lujo (e incluso beneficiarse) de recordarnos que toda representación es de hecho artificial. Esto no nos impediría mantener la ilusión en un nivel superior de consciencia o, como decía Nietzsche, “soñar sabiendo que se sueña”.

Cortázar es un personaje: Diario para un cuento.

Uno de los cuentos de Cortázar que más nos podrían interesar siguiendo con el tema de la representación de horror sería “Apocalipsis en Solentiname”, donde fotografías de bellos cuadros artesanales se transforman en imágenes de masacres al ser proyectadas como diapositivas. En ese cuento, en el que también se establece un juego explícito entre protagonista-narrador-autor, la fotografía se presentaría como un símil del cuento, un elemento capaz de “congelar” el tiempo, permitiéndonos retomarlo en el futuro para poder observar la “anatomía de un instante”. Sin embargo, como en los viajes musilianos a los que hacía alusión Magris, o en las ficciones andinas de Arguedas según Vargas Llosa, en las fotografías de Cortázar no encontramos una “realidad-tal-cual-es”, porque bajo nuestras percepciones cotidianas hay historias secretas que solo serán reveladas con estos artefactos, los cuentos o las fotografías:

Pero antes hubo fotos de recuerdo con una cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a poco una nariz, un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha nazarena, doña María y don José recortándose contra la veranda. A todos les parecía muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo…

Julio Cortázar, Apocalipsis en Solentiname.

Sin embargo, para los análisis de Mendilow, tal vez sería más interesante el texto “Diario para un cuento”, publicado en el volúmen Deshoras (1982). En cualquier caso, en ambos vemos como el personaje protagonista, el narrador y el autor, así como su devenir en el tiempo, establecen relaciones complejas.

Desde el propio título, parece especificársenos que el texto que tenemos entre manos no es un cuento en sí, es un diario, unas notas intrascendentes que el autor tomó para la redacción de un cuento que no llegó a escribir. La frustración de esta tentativa se explica con una cita de Derrida en que el narrador insiste en varias ocasiones:

“no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Y sin embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente subjetivo –en la pretensión de mi juicio y del sentido común– que sólo puede venir de un puro afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me doy o al cual más bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer puro.”

Transcrito esto, el narrador procede a comentar la intrigante cita. Podríamos limitarnos a seguir las interpretaciones de Cortázar sobre Derrida (¿de Cortázar? ¿De qué Cortázar? ¿Del Cortázar autor o del Cortázar narrador?), pero dado que el que se la está jugando ahora es Julio (Souto) y no Cortázar, en este caso seré yo (¿yo autor o yo narrador? ¿este texto tiene narrador, o en la ciencia eso no existe?) el que aborde el fragmento.

Lo que podríamos interpretar es una descomposición del sujeto soberano, dueño de sus experiencias y controlador de sus sensaciones. De esta forma, la tentativa del autor de este diario (¿del autor o del narrador?) de escribir un cuento sobre Anabel, se ven frustradas por la impotencia de aprehender, de “establecer un puente” entre el narrador y Anabel.

…yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca Bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo el principio: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada”. El mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de subnadas, de negativas del discurso: porque hoy, después de tantos años, no me queda ni Anabel, ni la existencia de Anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista, ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando many and many years ago,

Sin embargo, progresívemanete, acompañando los devenires psicológicos del narrador (que no por casualidad se encuentra viajando a bordo de un buque), vamos conociendo detalles de la tal Anabel: una protistuta de Buenos Aires que establece relaciones con un marinero estadounidense, y que en cierto momento se ve en la tesitura de asesinar a una colega incómoda. La presencia del autor, ahora retrotraído en el tiempo y convertido en un mero personaje/narrador-testigo, se justifica en su profesión de traductor, que descifra y transcribe las cartas entre marineros y prostitutas. Su posición es por tanto una posición extraña, un incómodo (pero necesario) elemento de comunicación entre dos mundos que (pese a necesitarse) no se entienden. Si en Mann el escritor era cronista, aquí es una especie de intermediador. Y el texto adquiere la morfología efímera de las correspondencias.

En el momento de la rememoración, las figuras (y los locous temporales) del autor, el narrador y el protagonista se entremezclan, generando confusión. El débil vínculo, casi incoherente, que se establece entre el Julio Cortázar personaje-traductor, y el Julio Cortázar autor-narrador, se refuerza con los devenires de uno y otro con el paso del tiempo (sus respectivas duraciones psicológicas), lo que parece reforzar lo que ya había expresado Morelli tanto tiempo antes:

“…y que el hombre no es sino que busca ser, proyecta ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como esta.”

anotación manuscrita de Morelli, recogida por Julio Cortázar en Rayeula, cap. 62.

Las pesquisas detectivescas de Roberto Bolaño: 2666

Continuando con la observación de estos juegos pseudo-autobiográficos, podríamos empezar hablando de Los detectives salvajes. En ella, la analogía entre los protagonistas Arturo Belano y Ulises Lima con el autor y su amigo el poeta Mario Santiago, es un elemento narrativo que podría ser observado con un filtro similar al expuesto anteriormente3. En el caso de Los detectives salvajes, los montajes de la forma narrativa retuercen la temporalidad y alternan las “visibilidades restrictas”, creando un enorme “repositorio de testimonios” para retratar al grupo de protagonistas. En la primera y tercera parte, vemos el diario de un joven estudiante que acaba de unirse al grupo poético. De esta forma, acompañando el devenir psicológico del narrador, nos identificamos con todo un aprendizaje emocional que caracteriza al grupo. Entre este diario, interrumpido estratégicamente en un hito temporal preciso, se intercala entre dos días consecutivos una inmensa segunda parte, compuesta por fragmentos, retazos, testimonios de personajes narrados en segunda persona (a un misterioso narratario extradiegético, ¿un tercer detective? ¿un lector?) que exponen experiencias de encuentro con alguno de los poetas del realismo visceral (enigmática corriente poética de la que se decían fundadores los personajes Arturo Belano y Ulises Lima). Lo que tenemos es una especie de teogonía coral, un retrato contradictorio e impreciso que situa a los poetas en la dimensión del mito.

Pero lo que nos interesa ahora, tanto en Los detectives salvajes como en 2666 es su vínculo con la literatura detectivesca. Tema ampliamente desarrollado por Borges, es retomado por Bolaño en la “búsqueda estética” que moviliza (los hace avanzar, en obsesiva persecución) a los detectives. Cuando, en el final de la tercera parte, descubirmos como terminó la persecución de la poeta Cesárea Tinajero, comprendemos la errancia sin rumbo de los real-visceralistas que narran los testimonios de la segunda parte. Si en el diario (partes 1 y 3) los real-visceralistas eran perseguidores, en el tiempo mítico de los testimonios (parte 2) los real-visceralistas eran el objeto huidizo perseguido, y el lector (al que se le habla en segunda persona) ejerce la función de detective. Si en Cortázar hablábamos de “la duración psicológica del narrador” y la “duración psicológica del autor”, tal vez aquí podría abrirse el foco a una “duración psicologica del lector”, que al ser invitado a entrar en la cofradía es convertido en elemento narrativo.

Pero tras esa especie de “consagración generacional” que fue Los detectives salvajes, en 2666 encontramos un sereno narrador en tercera persona que, no sin abundantes descensos a la oralidad de los personajes, sobrevuela el mundo en círculos. Los centros errantes, siempre en la órbita de los detectives (o de los perseguidores, si nos servimos de la figura del gran cuento de Cortázar), son un escritor fantasma de la posguerra alemana, y un asesino en serie en el Norte de México del fin de siglo. Sin embargo, tanto una como otra persecución se verán frustradas.

En “La parte de los críticos”, los profesores universitarios acaban desistiendo, leyendo las novelas del escritor secreto Benno von Archimboldi en el hall del hotel de Santa Teresa, sabiendo que, pese a su cercanía, nunca llegarán a encontrarlo.

–Créeme –dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores–, sé que Archimboldi está aquí.

–¿En dónde? –dijo Espinoza.

–En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.

–¿Y por qué no lo hemos hallado? –dijo Espinoza.

Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:

–Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos. Lo importante es otra cosa.

–¿Qué? –dijo Espinoza.

–Que está aquí –dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.

–Te creo –dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.

–Archimboldi está aquí –dijo Pelletier–, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.

Ese No Lugar debería recordarnos a La montaña mágica, al palacio del Deccameron o La máscara de la muerte roja, al espacio sin tiempo, sin acontecimientos, sin muerte. En el hall de un hotel mexicano de los noventa, con sauna, piscina, climatizción y pista de tenis, los críticos literarios deberían sentirse fuera del mundo de Archimboldi, del mundo del horror. Sin embargo, el fantasma de Archimboldi está ahí -en todas partes- y da escalofríos. No es posible establecer una frontera entre la ciudad de los asesinatos y el hotel sin acontecimientos. No, al menos, una frontera infranqueable para Archimboldi: los críticos no encontraron al escritor, pero el escritor atrapó a los críticos.

Respecto a los asesinatos de Ciudad Juarez4 la policía nunca llega a ninguna conclusión. Es imposible que todas esas muertes tengan una explicación tan simple como una película de Hollywood. Sin embargo, hasta la última página, “La parte de los crímenes” ha sido lenta. Si Mendilaw decía que:

Romances modernos, romances episódicos e contos de aventuras, tôdas as estórias que têm seu atrativo principal na natureza excitante da ação dependem da rapidez de andamento para veicular o efeito de um movimento ansioso

(p. 141)

En este caso lo que tenemos es justo lo contrario. La repetición hasta la exasperación, el detallismo obsesivo en los cadáveres – un detallismo de informe policial archivado en un cajón polvoriento-, qué vestía la muerta, qué joyas, cuántas veces fue violada y por qué orificios, si se rompió el tacón y en qué estado de descomposición se hayaba cuando la encontraron. Innúmeras descripciones, tantas descripciones como muertes.

Cinco días después, antes de que acabara el mes de enero, fue estrangulada Luisa Celina Vázquez. Tenía dieciséis años, de complexión robusta, piel blanca, y estaba embarazada de cinco meses. El hombre con el que vivía y el amigo de éste se dedicaban a pequeños hurtos en tiendas y almacenes de electrodomésticos.

La policía acudió alertada por un aviso de los vecinos del edificio, sito en la avenida Rubén Darío, en la colonia Mancera. Tras forzar la puerta encontraron a Luisa Celina estrangulada con un cable de televisión.

Roberto Bolaño, 2666, «la parte de los crímenes».

En este punto, Bolaño reconoce la deuda a su amigo Sergio González Rodríguez (al que retrató en un personaje), autor de Huesos en el desierto, crónica periodística de los feminicidios de Ciudad Juárez. El efecto conseguido con esa “fidelidad tediosa” es que nos horroricemos con nuestro propio tedio, que nos asombremos pasando páginas rápidamente a la espera de encontrar “acontecimientos interesantes”. Nos horrorizamos ante nuestra propia indiferencia en esos agujeros negros de la humanidad. Y de nuevo, Bauman, y Hannah Arendt, La banalidad del mal.

La facticidad de las representaciones: Rancière y Baudrillard

Si bien, como Vargas Llosa, no podemos negar que los artefactos literarios son “ficciones”, tembién tenemos que reconocer que estos artefactos (reales) configuran nuestro mundo. Creemos que donde mejor se expresa esta compleja relación entre estética y política es en la obra del filósofo Jacques Rancière, con su noción de “particiones de lo sensible”. Creemos que el entrelazamiento entre lo artísitico-espectacular-ficcional y lo político-fáctico-real llega hoy al paroxismo, y por tanto es un deber ético extremar las precauciones en el abordaje crítico. Como dice Rancière:

El problema entonces no consiste en politizar el arte como una salida hacia el afuera o como una intervención en el “mundo real”. No hay mundo real que sería el exterior del arte. Hay pliegues y repliegues del tejido sensible común donde se entrelazan la política de la estética y la estética de la política. Lo real por sí mismo no existe, sólo se dan configuraciones de lo que se muestra como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones, nuestros pensamientos y nuestras intervenciones.

Jacques Rancière, El espectador emancipado

Esto es, tal vez refinado, lo que quería decir Baudrillard cuando, en la introducción a Simulacros y Simulaciones, invertía la interpretación de la fábula borgeana, declarando precisamente esto: que los “cartógrafos del imperio” lograron su misión, que el mapa se ha sobrepuesto al territorio y hoy es imposible pisar lo real sin enredarse en la selva de símbolos. Por eso se nos sugiere renunciar a la dicotomía simple real/ficticio y usar la noción compleja de “hiperreal”, para aprehender los diferentes niveles de potencia y facticidad almacenados como virtualidad en cada representación.

En este contexto, si bien las literarias no tienen necesariamente que ser las fundamentales o centrales, no dejan de ser unos artefactos, unas representaciones útiles, aunque tal vez condenadas de antemano al fracaso sin apelaciones5. Son bastidores del tiempo, báculos para la memoria, ese ejercicio cotidiano de resistencia contra el olvido que seremos.

NOTAS

1A modo de disculpa, alegaré que mi edición (rayada, anotada, comentada, sucia) del Doktor Faustus está en un estante de un apartamento de estudiantes de Valencia, concretamente en la Pza. Doctor Landete 1, Russafa. Gracias a las Nuevas Tecnologías, dispongo de un pdf para recortar algunas citas, pero eso no impedirá que los comentarios sean algo torpes.

2Además de las conversaciones directas que los exiliados compartirían en su común exilio americano (que hoy solo podemos imaginar), su colaboración e interesante debate puede seguirse en la correspondencias mutuas: ADORNO, T. W., y MANN, T. Correspondencia 1943-1955, 2006 (2002) Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina.

3Estudio aparte merecerían los jeugos establecidos en estos casos con los nombres propios, que parecen llegar a ser los elementos fundantes de personas, en el sentido mas bergmaniano del término. Si Thomas Mann inventaba al personaje de Serenus Zeitbolm o Felix Krull, creando una distancia casi insalvable entre el autor y los protagonistas, ese abismo desaparece en los últimos cuentos de Julio Cortázar, donde el narrador/protagonista en no raras ocasiones adopta el nombre de Julio Cortázar. Lo mismo se puede decir de Arturo Belano, protagonista recurrente en la obra de Roberto Bolaño, del que nunca intentó ocultar sus rasgos auto-biográficos (de hecho, se esforzaba por insinuarlo o especificarlo en las múltiples entrevistas que dio en vida). En este sentido, pensar en los heterónimos de Fernando Pessoa, o los autores colectivos (nombres múltiples) como Luther Blisset o Wu Ming.

4Ciudad Juárez sería el espacio urbano correspondiente a la ficcional Santa Teresa. Esta ciudad sería la última en la saga de las grandes ciudades metonímicas de la literatura latinoamericana reciente (Macondo en Carcía Márquez, Comala en Rulfo, Santa María en Onetti, Angosta en Abad Faciolince…). Esto podría suscitar reflexiones similares a las planteadas para los nombres propios personales (nota 3), considerando también otras opciones como el mantenimiento de nombres de ciudades reales (Montevideanos, Benedetti) o el genérico “la ciudad”, que Cortázar utiliza en 62 Modelo Para Armar para referirse a un espacio onírico compartido.

5Me remito a la última entrevista de Roberto Bolaño, considerada por muchos como su testamento literario-existencial. Disponible en: <http://www.sololiteratura.com/bol/bolanolaultima.htm>

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