Alguns Esboços... [Assaigos sociologics de Julio Souto]

En este segundo memorandum, inevitablemente vinculado al primero, desarrollaremos las relaciones existentes entre el desinterés y el buen gusto, respondiendo al tema propuesto como ejercicio del curso. Como ya ocurría en el anterior memo, la lectura que centra el ensayo es el trabajo de Pierre Bourdieu sobre los campos de producción cultural. Desde La Distincion (1979), este autor realiza importantes esfuerzos por comprender las dinámicas sociales de estos campos, que anteriormente se habían considerado totalmente autónomos (sagrados) y, por tanto, toda intrusión sociológica que pretendiese hallar mecanismos de dominación mediante el ejercicio de la violencia simbólica, se habían considerado poco menos que herética. Esta labor de “desmitificación” (colectiva en muchas ocasiones) comenzó en obras como Un arte medio (1965), El Amor al Arte (1966), y prosiguió después de La Distinción con obras como El sentido práctico (1980), Las Reglas del Arte (1992), o Sobre la televisión (1996).

Si bien la relación entre el “buen gusto” y el “desinterés” fue planteado ya en La distinción, creemos que su posterior desarrollo en Las Reglas del Arte es imprescindible para comprender como se da exactamente esta relación en el campo artístico, y no confundirlo con relaciones similares en otros campos. Pese a las particularidades propias del campo artístico, este aparente “desinterés” y anhelo exclusivo de la “belleza pura”, es muy comparable a la aspiración de “verdad” en la ciencia previa a la crisis del paradigma positivista. La situación paradójica de la ciencia, como representación de la realidad que aspira a la objetividad, pero a la vez deformada por la posición del científico relativa y reflexiva, también es abordada por Bourdieu en obras como El oficio del sociólogo (1968), Homo Academicus (1984) o Autoanálisis de un sociólogo (2008). En todas estas obras se configura una actitud de “vigilancia epistemológica”, que es la solución que postula Bourdieu como forma de ruptura del nudo paradójico en el que se ve inscrito el científico.

Para continuar nuestro memorandum como una configuración del “gusto”, seguiremos centrando nuestras lecturas y reflexiones sobre el campo artístico, pues pensamos que su extensividad puede ser mayor que un análisis del campo científico o académico. Mediante el análisis de la génesis y estructura de este campo en tanto que campo autónomo, observamos como la idea del art pour l’art emerge en un estado determinado del campo (la fase heroica, de conquista de la autonomía), momento en el que los agentes fuertes del campo configuran un habitus cuya consagración depende exclusivamente de beneficios autónomos, considerados atemporales y trascendentes (“la ilusión de inmortalidad”), exhibiendo un flagrante desinterés por las remuneraciones terrenales propias de otros campos (academia, mercado, estado…). Mediante la configuración autónoma de este campo, y la consolidación del “artista puro” como habitus hegemónico del mismo, el gusto del consumidor de arte se ve configurado siguiendo esta dinámica. El “buen gusto” hegemónico es un gusto desinteresado, despreocupado en su contemplación por cuestiones morales o materiales propias de otros campos. En el análisis de Bourdieu se señalan las obras de Flaubert y Baudelaire como las máximas exponentes de este nuevo habitus, que se oponen radicalmente a dos corrientes moralizantes de su época: el arte burgués (romanticismo, idealismo comercial ligado a la prensa, placeres y diversiones fáciles) y el arte social (corriente realista, trágica, “útil” por su intención de reforma social, y por tanto también “impuro”). Al invalidar todo capital heterónomo, se configura una barrera de entrada destinada a salvaguardar el funcionamiento autónomo del campo. Estas barreras de entrada, basadas en el ascetismo material en pro de la espiritualidad radical (invención de un nuevo ethos del artista), que dificultan la transformación del capital específico de un campo en capital propio de otro campo, son fácilmente apreciables, en el mismo momento histórico, en otros campos de producción cultural como el filosófico. Así entendemos aforismos nietzscheanos como el que este autor selecciona para encabezar el Tercer Tratado de su Genealogía de la moral:

«Despreocupados, irónicos, violentos –así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama siempre únicamente a un guerrero… »

(F. Nietzsche, Así habló Zaratustra,)

Este habitus, creado en la fase heroica del campo, se consolida durante el siglo XX como el hegemónico. Pero el propio Bourdieu, lejos de querer cerrar de forma tajante y permanente las características internas del campo, reconoce que esta posición es inestable y debe ser constantemente actualizada y defendida frente a otros habitus aspirantes. El concepto de “buen gusto”, en un campo autónomo, hace referencia a un habitus dominante o hegemónico, pero siempre susceptible a ataques contra-hegemónicos que intenten arrebatarle su legitimidad. Hemos de tener en cuenta que, históricamente, ya se ha dado

“El proceso a cuyo término el universo de los artistas deja de funcionar como un aparato jerarquizado y controlado por un cuerpo y se constituye poco a poco en campo de competencia por el monopolio de la legitimidad artística: el proceso que conduce a la constitución de un campo es un proceso de institucionalización de la anomia a cuyo término nadie puede erigirse dueño y señor absoluto del nomos, del principio de visión y de división legítima. La revolución simbólica cuyo iniciador es Manet abole la posibilidad misma de la referencia a una autoridad postrera, de un tribunal de última instancia, capaz de zanjar todos los litigios en materia de arte: el monoteísmo del nomoteta central (encarnado, durante mucho tiempo, por la Academia) da paso a la competencia de múltiples dioses inciertos.”

(Bourdieu, 1992: 202)

Así, Bourdieu señala dos estados del campo posteriores que, sin anular esta tendencia dominante, matizan o alteran esta posición hegemónica. Paradójicamente, es mediante la puesta en cuestión de la autonomía del campo que se alimentan las tensiones y conflictos internos, dando así lugar a una competencia que mantiene en precario equilibrio la misma existencia del campo en tanto tal. Así, pese que es cierto que el “desinterés” sigue siendo, si más no formalmente, la tendencia dominante al determinar el “buen gusto” en materia estética, se pueden observar posteriormente ciertas contradicciones contra esta indiferencia ortodoxa.

La primera de ellas sería la encarnada por la figura del “intelectual comprometido”, representada en los análisis de Bourdieu por el Émile Zola de J’accuse…, como ya comentamos en el anterior memorandum. En este caso, el artista, una vez lograda la consagración en el campo autónomo mediante la superación de las diferentes barreras de entrada (integradas por el reconocimiento de los iguales) reivindica una ética del deber de salida, planteada como la obligación de retribuir a toda la sociedad los frutos logrados en el interior del campo gracias a su correcto funcionamiento autónomo. Así, el artista reivindica su capital específico, transformándolo en capital válido en otros campos (político, económico…), siendo capaz de ejercer una influencia en otros campos, gracias a su previa separación.

La segunda contradicción se basa en el concepto de industria cultural. En Las Reglas del Arte, Bourdieu señala un tercer estadio del campo en el que conviven, en contradicción, dos lógicas económicas opuestas: la “anti-económica”, propia del desinterés artístico; y la economicista, que trata los bienes culturales como cualquier otra mercancía, pese a verse obligado constantemente a negar simbólicamente su interés material. Esta segunda lógica es la que podría asociarse al concepto de Industria Cultural utilizado tanto por teóricos de la Escuela de Frankfurt como por Edgar Morin y sus colaboradores en la década de los 60. Creemos que esta perspectiva es más profunda que la de Bourdieu al describir las lógicas, dinámicas e implicaciones de la cultura industrial, planteada como un cuestionamiento radical de la autonomía del arte. Bajo la égida del entertainment, las industrias culturales adoptan sin reparos las lógicas del campo productivo, y el volumen del público consumidor queda consolidado como mecanismo de legitimación. Se establece en este momento una división radical de los participantes en el hecho artístico, entre productores (activos) y consumidores (pasivos), negando toda capacidad de actuación del consumidor más allá de la aceptación o rechazo de la obra propuesta. Este planteamiento es obviamente una influencia del campo mercantil, en la que el consumidor ve limitada su capacidad de acción a una alternativa dicotómica cerrada: comprar o no comprar. Así planteado, los potenciales consumidores dejan de importar cualitativamente y sólo importan cuantitativamente, en tanto individuos que realizan un acto de consumo. De esta forma

«La industria cultural es la integración deliberada de sus consumidores, en su más alto nivel. Integra por fuerza incluso aquellos dominios separados desde hace milenios del arte superior y el arte inferior

(Adorno, 1961)

La supuesta autonomía del campo, basada en el “desinterés” de productores y consumidores, se desdibuja ante este mercado de bienes culturales que vende entretenimiento a cambio de grandes recaudaciones en taquilla. Obviamente, en sus primeros momentos, este arte industrial que por su sola existencia amenazaba tanto al arte popular tradicional como al arte elevado clásico, fue considerado de evidente “mal gusto” (por su simplicidad, “desartifización”, “sincretismo” (Morin, 1964)), en un mecanismo defensivo del habitus hegemónico de la cultura elevada. Esto es perfectamente observable en la trayectoria del género comic-book, especialmente en la trayectoria de uno de sus máximos exponentes, el guionista Stan Lee (nacido Stanley Martin Lieber), creador de los más conocidos personajes de la editorial Marvel. A preguntas sobre porqué decidió empezar a usar pseudónimos para firmar sus comics, responde:

«I felt someday I’d write “The Great American Novel” and I didn’t want to use my real name on these silly little comics.»

(Stan Lee, en [http://en.wikiquote.org/wiki/Stan_Lee], 24/04/09)

Para un joven escritor que aspiraba a escribir la “Gran Novela Americana”, a la altura “de Stevenson, Conan Doyle, o Burroughs”, Stanley Lieber temía que su trayectoria se pudiera ver empañada por el hecho de haber colaborado en algo “de tan mal gusto” como un comic.

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Hasta este punto hemos establecido un breve estado de la cuestión por lo referente a la relación del “buen gusto” (respecto al campo del arte) con el “desinterés” (caracterizado como un desinterés específico, desinterés por todo lo temporal a cambio de la consagración en un campo artístico sacralizado, a cambio de la “ilusión de inmortalidad”), que básicamente era lo solicitado como tema de este ejercicio. No obstante, queremos continuar nuestro ensayo agregando algunas observaciones sobre hipotéticos cambios contemporáneos dentro del mismo campo, que tal vez puedan sentar la base a posteriores investigaciones empíricas y desarrollos teóricos. Teniendo presente el ideal de “expansión del presente” y “recuperación de experiencias desaprovechadas” (B. Sousa Santos, 2005), no queremos dejar de prestar atención a estas posibles tendencias emergentes, pese a que la carencia de rigidez analítica que presenta este marco pueda parecer un tanto despreocupada. Hablaremos primero de una posible tendencia a la disolución de las barreras entre el arte culto y el arte popular planteada por la sociología de las industrias culturales, donde una posición muy rígida en la defensa del “arte elevado” puede llegar a ser considerado de “mal gusto”. Posteriormente analizaremos la figura y el discurso del crítico literario Harold Bloom, considerando su discurso humanista como una reacción frente a esta nivelación. Finalmente intentaremos unas conclusiones sintéticas de lo aportado por las diferentes posiciones, incorporando ideas de Bloom a una base teórica post-estructuralista que permitiera considerar el campo como una totalidad inabarcable pero siempre interrelacionada.

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Para hablar de la disolución de las barreras entre el arte elevado y el arte popular, observamos el progresivo proceso de legitimación que realiza el arte de consumo de masas para consolidarse como gusto legítimo. Detectamos un importante esfuerzo de las industrias culturales por lograr la legitimación (ser “de buen gusto”), mediante estrategias híbridas, que combinan sus propias lógicas de “legitimación por el audímetro”, más elementos para la consagración propios del tradicional “arte elevado”.

Así, la negación simbólica del interés a la que hacía referencia Bourdieu es cada vez menos intensa y tiene menos importancia. Toda la estrategia discursiva del pop-art desde la época de Warhol y los Beatles va en este sentido, en un intento de conciliar el “buen gusto” con las lógicas comerciales de la industria de consumo de masas. Se ataca constantemente la lógica anti-económica, que consideraba un fracaso el éxito entre el gran público, y se recreaba en el uso de estructuras formales cada vez más complejas, donde los únicos consumidores posibles eran el resto de productores, generando así una evolución autónoma. La archiutilizada imagen de la torre de marfil (hipérbole de las “barreras de entrada” y acusación frente a la presunta omisión del “deber de salida”) se plantea como icono de la reacción contra un arte “deshumanizado”, “frío” y “elitista”, que agrede al “público medio” dejándolo fuera del proceso artístico. Frente a esto, el arte pop se presenta como producto de una cultura sintética, que unifica la “emotividad animal” de la cultura tradicional, a la imagen de sofisticación y refinamiento formal asociada al arte elevado. Según Adorno (1961), esto no trae más que “perjuicio para ambas formas”, ya que ambos elementos son instrumentalizados por la industria, perdiendo todo potencial emancipatorio que pudiera conllevar el hecho artístico. Es evidente la convergencia de este paradigma artístico con un sistema político democrático-representativo (que basa la participación política en una acción discreta de opciones limitadas: el voto), donde el auge del modelo social de las “clases medias” pretende declarar abolida toda “lucha de clases” en el sentido marxiano.

En los años setenta, la corriente Punk profundizó en esta tendencia de “ensalzamiento vacío de lo vacío”, con un componente irónico, que parece criticar el sistema del que se alimenta. La lógica “cuanto peor, mejor” parece completamente legitimada si va acompañada de un notable éxito de ventas. El artista contemporáneo Damien Hirst, lleva estos conceptos al extremo de la hipérbole. Convencido de que “el marketing es el arte del siglo XXI”, se legitima en el campo al ser conocido como “el artista vivo con la obra mejor pagada.[1]

El contenido estrictamente formal de las obras, valorado por sus iguales (otros artistas),  deja de ser un factor de consagración que salvaguarda la autonomía (barreras de entrada autónomas) cuando el resto de productores del campo aspiran igualmente a legitimarse mediante altas sumas en las subastas. Tenemos, en este caso, un movimiento del “arte elevado” que trata de cuestionar, mediante la adopción satírica o bufonesca, las lógicas del campo económico. Sin embargo, cabría preguntarse hasta que punto el campo artístico no se ha convertido ya en un aparato satélite del campo mercantil (tal como definía Bourdieu la dependencia de la Academia en los tiempos previos a la revolución simbólica del art pour l’art), y por tanto hasta que punto ha erosionado, con este movimiento, su legitimidad y capacidad crítica.

Al mismo tiempo, el arte industrial trata de obtener los beneficios propios del arte elevado, entrando a competir por los capitales específicos de este subcampo.[ii] Observamos esta tendencia totalmente clara en la trayectoria del género del comic desde  mediados del siglo XX hasta nuestros días. Los frutos de la larga lucha por la consagración en el campo literario del género del cómic son hoy perfectamente apreciables en obras como el Marvels de Alex Ross y Kurt Busiek[iii] (1996). El prólogo de Stan Lee vuelve a recordarnos esta perpetua aspiración del mundo del cómic por entrar a formar parte del campo literario, con todo lo que ello conlleva (“ilusión de inmortalidad”):

«Para acabar, creo que hablo por todos los dibujantes y guionistas cuyo trabajo ha sido tan gloriosamente honrado en las páginas de Marvels cuando digo que estas historias son un brillante homenaje a lo que ha habido antes, y un presagio estimulante de lo que aun tiene que llegar. Han elevado al comic a un nuevo nivel de entretenimiento al añadir una dimensión y una realidad que raras veces, o nunca, se han visto en el medio. He leído estas historias una y otra vez, encontrando en cada ocasión algo nuevo y sorprendente. Tenerlas todas reunidas en un tomo es el lujo definitivo, además de la prueba definitiva de que las historias concebidas en formato ilustrado pueden competir totalmente con cualquier otra forma de literatura.»

(Stan Lee, “Prólogo”, en Marvels, de Alex Ross y Kurt Busiek, 1996. Subrayado mío.).

Ya hemos mencionado como Stanley Lieber uso el pseudónimo Stan Lee para sus trabajos en el mundo del comic. Tras la “época de plata” Stan Lee adoptó este seudónimo como nombre legal. Se conoce como Silver Age el periodo entre los años cincuenta y sesenta, cuando Stan Lee dirige la editorial Marvel trabajando con dibujantes como Steve Dikto y Jack Kirby, creando la mayoría de personajes más populares entre el gran público. Dentro del mundo del comic, se conoce esta época por la “humanización” de los personajes, a través de dramas humanos y la constante tensión entre los héroes y sus alter-egos (Spiderman, X-Men, Iron Man, Fantastic 4…). Esto contrasta con los superhéroes “divinizados” propios de la Golden Age, cuyos argumentos sólo podían basarse en la tensión entre “héroes” y “villanos” (Captain America, Namor [el hombre submarino], Torch [La antorcha humana])

La transformación, que abarca cambios mucho más profundos que estos aspectos estrictamente narrativos, puede explicarse por una estrategia ambigua, combinación de grandes innovaciones pioneras (sobre todo por parte de la editorial Marvel bajo la dirección de Stan Lee) y la presión de las dinámicas estructurales del campo, que exigían la renovación de los formatos superando su concepción de “simple entretenimiento”. De esta forma, el género podría subsistir ubicándose a medio camino entre la “alta literatura” y el “entretenimiento” más llano, monopolizado en ese momento por los medios audiovisuales.[iv]

Ejemplo de la persistencia de lógicas industriales masivas, es la constante labor de “prospección de la demanda”, apreciada a través de las ventas, que terminan determinando la continuidad de las series. Esta maniobra se puede apreciar en el caso del personaje Spiderman, que logró una serie propia tras el éxito de ventas del número de Amazing Fantasy[v] en el que se presentaba. Pero, junto a estas estrategias comerciales propias de la industria cultural, las editoriales utilizan recursos importados del campo de la cultura elevada, con el fin de reivindicar su posición dentro del campo literario. Fue en este periodo cuando Marvel empezó a incluir en las portadas de sus comics los nombres de los autores (guión y dibujo), siempre bajo el epígrafe “Stan Lee presents…“, que ya se ha convertido en icono de la Marvel. Con esta reivindicación de la autoría, se consolida un modelo de consumidor-experto o consumidor-fanático, que reconoce el mérito de los responsables de las obras, siguiéndolos de serie en serie y de editorial en editorial. El gran mercado especulativo en torno al mundo del comic, consolidado en la década de los noventa, podría ser considerado como una señal que indica el ingreso definitivo de este género en el campo del arte. Si el elevado precio pagado por las obras de Damien Hirst es el baremo utilizado para incluir sus obras en la esfera del “buen gusto”, no se pueden excluir de este conjunto las páginas originales de Dikto, Kirby, o Romita Sr., que pueden alcanzar precios estratosféricos en subastas especializadas.

Observamos situaciones similares con los grandes premios académicos, tradicionales atributos de los “grandes artistas” de “buen gusto”. Estos son ahora frecuentemente “aceptados” (pero nunca reclamados, pues esto traicionaría su negación simbólica del interés) por productores de la industria cultural, ya sean menciones tradicionales (Nobel, Pullitzer, la Orden del Imperio Británico…) o nuevos premios destinados a la industria (Oscars, Emmys, Kirby Awards).

Estas estrategias podrían deber su éxito, en cierta medida, a ciertos efectos reactivos contra la distinción tradicional asociada al arte elevado, fomentado por ideales morales democráticos (heterónomos). Consideramos el “desinterés político” como un discurso que defiende un interés específico, en el que se renuncia a todos los bienes terrenos en pro del ideal de “justicia” y “bien común”, presentándose los grandes hommes (encarnaciones de la “razón de estado”) como capaces de realizar este acto de sacrificio, que les reportara una consagración histórica en la “inmortalidad” de la memoria colectiva. Mediante este discurso, el poder político se presenta como una gran responsabilidad y sacrificio, nunca como un privilegio: lo políticamente correcto se presenta como un desinterés por los beneficios temporales derivados del gobierno. Con una clara influencia del campo político en el campo artístico, comienza a ser frecuente que los discursos “políticamente correctos”, de igualdad, respeto a la tolerancia y condena de las jerarquías, se tengan en cuenta como criterio estético. De esta forma, es una actitud cada vez más consolidada la condena de toda separación conceptual entre “arte elevado”, “arte popular” o “arte de consumo de masas”. La capacidad de apreciar productos de la cultura industrial de igual forma que cualquier obra clásica, supone un nivel más complejo de la distinción que se pretendía negar.

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Precisamente como reacción frente a esta tendencia “niveladora”, se consolida el habitus y el discurso de Harold Bloom, un personaje tan polémico como interesante desde un punto de vista hermenéutico.

Destacamos de este autor sus planteamientos de férrea defensa de la superioridad del Canon Occidental, que le dejan en una postura frecuentemente considerada como reaccionaria (“el arte por el arte es reaccionario”, un discurso claramente heredado de las corrientes realistas moralizantes enfrentadas a los agentes fuertes de la “fase heroica” del campo artístico, como Flaubert y Baudelaire). Su discurso debe contextualizarse temporalmente junto a (adyacente a) la crítica literaria de los sesenta, donde el auge de diferentes escuelas críticas (marxistas, feministas, coloniales y poscoloniales, historicistas-fucaultianos, estudios culturales, estructuralistas y post-estructuralistas: corrientes que Bloom engloba, con clara intención despectiva, en “la escuela del resentimiento”) planteaba la inclusión de criterios sociales -políticos y morales- a la hora de valorar obras y autores, así como su posición consagrada u olvidada dentro del campo literario. Lejos de estas actitudes, ahora ya “políticamente correctas”, Bloom recupera el ethos estético de indiferencia y desinterés por las cuestiones morales, y en pro de esta búsqueda de “lo sublime”, reivindica su capacidad para establecer las jerarquías y clasificaciones que habrán de centrar el canon occidental. Para desvirtuar a toda la “escuela del resentimiento”, Bloom no tiene más que hacer una radical apología del individualismo neoliberal (recuperando el concepto de genio), como una fuerza capaz de superar toda determinación del espacio social.

Desde un punto de vista sociológico, esta perspectiva no presentaría ningún interés, más allá de la interpretación que explicaría el éxito editorial de Bloom por su convergencia con la ideología política de El fin de la historia (Bell), dominante en la década de los noventa. Declarada la abolición de todo conflicto político de base social, permaneciendo sólo como fuente de conflictos las diferencias culturales que surjan de El choque de civilizaciones (Huntington), la recuperación de una ideología del genio que sólo lucha contra los muertos parece la perspectiva más adecuada para abordar todo el universo literario, a partir de la supremacía indiscutible de nuestros “grandes hombres”.

Dadas estas consideraciones previas, que nos permiten ubicar el habitus discursivo de Bloom (especialmente en su segunda etapa, en la que trasciende el ámbito académico para dirigirse a una audiencia de masas – siempre negando su interés material en base a un supuesto altruismo, pretendiendo ayudar al lector común a enfrentarse a las grandes obras del canon) pensamos que ciertas aportaciones analíticas de este autor pueden ser recuperadas para configurar una perspectiva holística del universo literario. Considerando así la interrelación que une toda obra literaria, dada la autoreferencialidad de este sistema, el debate sobre el buen o mal gusto deja de referirse tanto a las obras sustantivas como a la actitud que se adopta al afrontarlas (debate en el que Bloom intenta sentar cátedra con su Cómo leer y porqué).

La principal aportación del Bloom académico es el concepto de “la angustia de las infuencias” (The anxiety of infuence). Este concepto permite interrelacionar todo poema con el resto, de forma que la literatura universal puede ser entendida como un sistema estructural interrelacionado[vi]. Como el propio Bloom plantea en su famosa máxima, “el significado de un poema es siempre otro poema”. El problema de esta interpretación, que podría ser un avance significativo respecto a las limitaciones que suponían las críticas literarias focalizadas en un ámbito concreto, es que reduce todo el espectro de relaciones posibles al campo de la psicología y del enfrentamiento entre individuos: la agonística. Así, se presenta el universo literario como una sucesión de combates entre “precursores”  y “efebos” en lucha por la inmortalidad[vii]. A través de las “malas lecturas” o “lecturas fuertes” (misreading, o clinamen), los efebos se desvían en mayor o menor medida de su precursor, generando una obra nueva que le garantizará su propia inmortalidad. De esta forma, las únicas relaciones posibles entre las diferentes obras literarias (lexias o nodos de la red universal de la literatura) son las de superación o fracaso, las de enfrentamiento entre autores. Es por eso Shakespeare el poeta que centra el canon, planteado como el inventor de lo humano[viii], y todos los poetas posteriores se enfrentan a él sin llegar nunca a superarlo.

La primera crítica casi obvia que suscita este planteamiento es la negación de toda posibilidad de relaciones no antagónicas. Para Bloom, la historia de la literatura occidental se reduce a una serie finita de enfrentamientos, en continua decadencia desde el Renacimiento. Habiendo Shakespeare agotado el potencial humano, toda obra posterior será sólo un reflejo cada vez más tenue de su inconmensurable luz[ix]. Es así como Bloom lee el Ulises de Joyce, como una aceptación resignada de su inferioridad en riqueza lingüística y capacidad inventiva: incapaz de vencer a Shakespeare en la cantidad de personajes inmortales (Falstaff, Hamlet, Macbeth, Lear…), Joyce pretende limitarse a crear el personaje más profundo y completo, síntesis de todos los shakespearenos (Leopold Bloom). Otras interpretaciones de Bloom siguen este mismo sentido, como el formidable uso de todos los registros literarios de la lengua inglesa desde el medievo hasta el siglo XX, con una clamorosa evitación del estilo Shakespeareano, que, según Bloom, Joyce supone insuperable.

Pero frente a este planteamiento de la inventiva individual, cabe considerar la posibilidad de creación por síntesis o préstamos. Para ello, podríamos recurrir a la antropología estructural de Levi-Strauss, en especial a las nociones de progreso y cooperación intercultural como “puesta en común de probabilidades”:

«Esta coalición consiste en hacer comunes (consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, intencional o accidentalmente, a propósito o por la fuerza) probabilidades que cada cultura encuentra en su desenvolvimiento histórico; esta coalición es tanto más profunda cuanto se establece entre culturas más diversificadas.» (Levi-Strauss, 1996 [1973]: 336).

La problemática paradoja que suponen estas coaliciones es igualmente planteada por Levi-Strauss: la coalición es más rica cuanto más diversas son las culturas que cooperan; pero a medida que estas se coaligan, la diversidad se reduce y se tiende a la homogeneidad, reduciendo así las posibilidades de futuras coaliciones fructíferas. Traduciéndolo a la crítica literaria, este tipo de transformaciones es observado por el propio Bloom, en la pareja paradigmática de Quijote y Sancho. Frente a la forma predominante del monólogo en los dramas Shakespeareanos, estos dos personajes de la novela cervantina representan al personaje que “escucha al otro”[x], con la preeminencia de formas dialécticas como mecanismo de cambio de los personajes (la “sanchificación” de Quijote y la “quijotización” de Sancho). El hecho de que Bloom ignore por completo a toda la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX (beat generation: Keroauc, Burroughs…) es significativo. Estos autores enriquecen su literatura importando motivos y formas de la “cultura de masas”, de forma que no es tan fácil inscribir su obra en una línea continuista con unas únicas raíces nomotéticas en los dramas shakespeareanos[xi].

Si Bloom planteaba su modelo literario según la relación psicoanalítica entre padre/hijo, nosotros proponemos recuperar el papel de “los hermanos parricidas” en la parábola freudiana que da lugar a esta figura retórica. Esto es, la alianza (relaciones horizontales, fraternales) que se da entre los dominados, para hacer frente al dominante. Los hijos de Saturno que se alían para devorarlo, para no ser devorados por él.

Un segundo punto del discurso de Bloom puede ser recuperado, mediante un clinamen (o lectura fuerte) de su propia teoría. Nos referimos al apartado en que Bloom plantea la posibilidad de “inventar al precursor”, basándose en escritos de Joyce (capítulo 9 de Ulises) y Borges (el ensayo Kafka y sus precursores). Bloom plantea esta posibilidad únicamente como una fantasía defensiva que el inconsciente literario genera, para hacer soportable la frustración inherente a la existencia de un padre ontológicamente invencible. El efebo aspirante realiza una lectura tan profunda del precursor, que este no podrá volver a ser comprendido igual que antes[xii]. El hijo se transforma así en padre de su padre.

Con esta posibilidad, el aspirante recupera potencialmente toda la autoridad del hecho literario frente a la imagen del precursor como una sombra insuperable. Con El libro de J., Bloom pretende hacer una lectura literaria del Antiguo Testamento, en oposición a la dogmática lectura religiosa que se suele asociar a este texto, interpretado en exclusiva por las autoridades eclesiásticas. De igual forma, asocia a “la escuela del resentimiento” un excesivo dogmatismo en sus “lecturas políticas” e históricas de los clásicos. Frente a estas lecturas moralizantes, Bloom plantea, en Cómo leer y por qué, los preceptos básicos que debe seguir una “lectura literaria” (soledad, egoísmo, placer sublime, universalidad ahistórica, ironía para el distanciamiento). Con estas orientaciones, Bloom recalca el papel del lector como centro, siendo toda lectura literaria una exégesis, una nueva creación. Esta concepción le ubicaría, en principio, en una posición cercana a las teorías de Barthes sobre el “texto ideal”, cuando remarca la doble condición del “texto de escritor” y “texto de lector”.

«Nuestra literatura se caracteriza por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el productor del texto y su usuario, entre el propietario y el cliente. El lector se encuentra sumergido en una especie de ociosidad; es intransitivo e incluso serio: en vez de funcionar por sí mismo, en lugar de acceder a la magia del significante, al placer de la escritura, se le deja solamente la pobre libertad de aceptar o rechazar el texto: leer no es más que un referéndum. Frente al texto de escritor se encuentra su contrario, su homólogo negativo y reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: el texto de lector.»

(Barthes, S/Z, p.4)

No obstante, al determinar una “finalidad” inherente a la lectura (el placer estético sublime), el “cómo” queda inevitablemente cerrado, dogmatizado. El lector pierde toda posibilidad de recrear sus modos de creación, y de esta forma ve limitada su capacidad expansiva del universo literario. Es por esto que Bloom vuelve una y otra vez al Canon, como un sistema articulado de obras y autores de extensión limitada. Como Bloom recalca, la extensión del Canon viene limitada por la capacidad de lectura de un individuo, durante un periodo vital limitado. Evidentemente, habiendo limitado toda posibilidad de lectura creativa a una entidad individual con objetivos prefijados, el desaprovechamiento de experiencias crece exponencialmente. De seguir fielmente las indicaciones de Bloom, todo lector se tornaría un devorador compulsivo de obras clásicas, que rechazaría toda digresión extra-canónica considerada una usurpación del escaso tiempo vital del que dispone. Es en este punto en el que Bloom se distancia significativamente de la crítica deconstruccionista (de Man, Derrida, Miller).

Donde estos señalan una posibilidad de expansión casi ilimitada de cualquier “texto”, Bloom insiste en unas limitaciones insuperables a estos recursos de clinamen. Sobre los tropos dialécticos (irónicos y metonímicos) que expandirían el significado asociado a cada significante, Bloom coloca unos topos fijos, tanto en el lugar de partida de los textos clásicos, como en las aspiraciones interpretativas de las posibles lecturas. De esta forma, pese a que el papel del lector se subraya a la hora de producir sentido y contribuir al hecho artístico, esta contribución debe hacerse con unos fines determinados y de una forma determinada (Como leer y por qué). Así, se permanece en la estructuración rígida del campo y del hecho literario, dividiendo a los participantes según “el despiadado divorcio” entre autor y lector.

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Como hemos visto hasta ahora, la concepción clásica que relaciona un desinterés por lo temporal y material, con el “buen gusto” estético que denota una posición elevada en el campo, no puede ser aplicada sin matices a nuestro momento histórico. Hemos realizado una lectura interpretativa sobre las tendencias y teorías seleccionadas, pretendemos en este último apartado proponer una síntesis emergente. Somos conscientes de los riesgos que supone toda anticipación positiva de la síntesis de un proceso histórico dialéctico. Aun así, queremos proponer este apartado como una “recuperación de experiencias desaprovechadas” (B. Sousa Santos, 2005), de forma que hechos y actitudes normalmente invisibilizados cobren una relevancia sociológica y una presencia específica en el foco de debate social.

Esbozaremos primero una conclusión sinóptica de los tres apartados anteriores, destacando ciertos aspectos que han sido tratados superficialmente: serán estos la base de la construcción propositiva posterior.

En primer lugar, hemos revisado los trabajos de P. Bourdieu sobre el campo artístico y literario, señalando en las sucesivas fases las tendencias hegemónicas (Las Reglas del Arte, 1992). Vimos como la construcción del habitus “intelectual comprometido” cuestiona la indiferencia y el desinterés característico del habitus artístico sobre toda cuestión temporal, incluyendo aquí los conflictos éticos y políticos. Posteriormente, la aparición de la “industria cultural”, en el sentido más profundo del término (Adorno y Horckheimer, 1961, Morin, 1964), renuncia explícitamente al “desinterés” cayendo, sin poder evitarlo, en la esfera del “mal gusto”.

Posteriormente, utilizamos el caso de la industria del cómic (considerado el más adecuado, puesto que el subcampo literario ha sido el más tratado por Bourdieu) como un género literario propio de la industria cultural, que en base a diferentes estrategias aspira -¿y logra?- posicionarse en la esfera del “buen gusto”. Situaciones análogas son perfectamente apreciables en otros campos, como el audiovisual. Desde el surgimiento del cine al principio del siglo pasado, hasta nuestros días, múltiples obras y autores han luchado por salir del campo estrictamente industrial (del entertainment) para reivindicar una función artística-crítica del cine, en la acepción de Adorno (1979). En la última década, productores y guionistas de series de televisión realizan esfuerzos similares[xiii]. Lo más destacable de estos cambios, es que el ascenso al panteón del “buen gusto” se hace sin las renuncias que realizaron Poe, Flaubert, o Baudelaire: se reconoce explícitamente la dependencia estructural del campo artístico, y por tanto ya no es necesario demostrar “desinterés por lo material” para que un producto artístico sea considerado de “buen gusto”.

Por último, sobrevolamos la extensa obra de Harold Bloom como un contrapunto paradigmático a las tendencias observadas. Se recuperan valores y nociones “políticamente incorrectos” (de “mal gusto”) para hacer frente a una tendencia niveladora que amenazaba con importar criterios éticos y políticos en el “aséptico” campo del arte. Para ello, este autor se separa de las corrientes estructuralistas y deconstruccionistas a las que había estado asociado en una etapa previa, y se dedica a vender libros en los que se realiza una apología seudo-religiosa de una cantidad limitada de genios canónicos. Se podría afirmar que este autor termina adoptando (muy sutilmente) las actitudes dogmáticas de las autoridades eclesiásticas que él criticó con su particular exégesis literaria del Antiguo Testamento (El libro de J.).

De todas estas ideas y fragmentos que hemos seleccionado, podríamos deducir un modelo de relación social predominante que emerge de las diferentes formas de hecho artístico. Tal como plantea Adorno, en un estadio en el que el Arte niega su dependencia y reivindica su autonomía, el hecho artístico puede ejercer funciones críticas y emancipatorias, influyendo en el resto de esferas de lo social. Al plantear esta distancia, el arte niega todo lo que es natural en el mundo social, y de este modo es posible un “pensamiento crítico”, “utópico”, o “antitético”. Es en este estadio que suelen ubicarse las estrategias de “distinción”, pues en la diferente aprehensión de la obra se transmite la imagen de desigualdad natural, que legitimaría, en fin, la desigualdad social. Frente a este shock ontológico que aísla al individuo de toda comunicación posibilitando un pensamiento nuevo, se presentan las formas de “arte tradicional” como una ceremonia catártica de consenso, donde el colectivo, lejos de cuestionarse el statu quo, se regodea y celebra esa característica social que les une (pertenencia a una religión, a una nación, a una ideología…).

Hasta aquí todo estaba claro. Es con la emergencia de la industria cultural que Adorno se ve obligado a replantearse las fronteras tradicionales entre “arte culto” y “arte popular”. Esta nueva industria, a pesar de basarse en las características formales del arte popular, y por tanto ejercer funciones de consenso, incorpora del arte culto el patrón de fractura entre productor y consumidor. Así, el colectivo que antes se veía reforzado mediante las ceremonias artísticas, es transformado ahora en público, una entidad pasiva, objetizada e instrumentalizada. La incorporación de las estrategias de distinción a los productos de la industria cultural no hace más que actualizar los efectos perversos del anterior “arte culto”, sin que ello incremente la capacidad crítica de este arte.

En este contexto, toda posibilidad de retribuir al hecho artístico su capacidad crítica pasa por una estrategia de deconstrucción de las categorías (o estructuras arborescentes) predominantes en el campo artístico. Para continuar con el subcampo literario, planteamos el Hipertexto como posibilidad y tendencia emergente en este sentido.

George P. Landow plantea en Hipertexto 3.0 las convergencias entre este nuevo formato literario, la teoría crítica, y las posibilidades de los nuevos medios tecnológicos. Para definir este concepto, Landow remite a la obra de Barthes, ya que entiende que su ideal de textualidad encaja a la perfección con lo que se entiende por hipertexto electrónico, “un texto compuesto de bloques de palabras (o de imágenes) electrónicamente unidos mediante múltiples trayectos, cadenas o recorridos en una textualidad abierta, eternamente inacabada y descrita con términos como enlace, nodo, red, trama y trayecto.” (Landow, 2006) La definición de Barthes dice: “En ese texto ideal abundan las redes [réseaux] que interactúan entre sí sin que ninguna pueda imponerse a las demás; este texto es una galaxia de significantes y una estructura de significados; no tiene principio, es reversible; podemos acceder a ella por diversas vías, sin que ninguna de ellas pueda calificarse de principal; los códigos que moviliza se extienden hasta donde alcance la vista; son indeterminables […]; los sistemas de significado pueden imponerse a este texto absolutamente plural, pero su número nunca está limitado, ya que se basa en la infinidad del lenguaje” (Barthes, 1970: 11-12). Igualmente, la metáfora del rizoma (Delleuze y Guattari, Mil Mesetas) parece adecuada para representar esta forma de lectura abierta y no lineal.

Este tipo de concepciones y prácticas sobre el texto proliferan en los nuevos medios, ya que la hipertextualidad se torna mucho más cómoda y practicable tanto en su redacción inicial como en su lectura y reelaboración. En la década de los noventa, se desarrollaron diversos software específicos (Intermedia, Storyspace, Dynatext…) con el fin de organizar constelaciones de texto interconectado por los que un “lector” pudiera desplazarse siguiendo su propia trayectoria, descentrando y centrando sucesivamente el universo de lexias. Actualmente, la World Wide Web se presenta como una realización digital del docuverso o La biblioteca. Sitios como wikipedia no serían comprensibles sin las utopías borgeanas del Aleph o El jardín de los senderos que se bifurcan.

No obstante, durante la época de la imprenta algunos autores ya plantearon esta posibilidad de lectura, en la que el lector establece una relación dialéctica con el escritor en la producción de sentido, en la construcción de la obra. Normalmente se cita a Lwrence Sterne, James Joyce (Ulises, Finnegan’s Wake), Italo Calvino (El castillo de los destinos cruzados) o Julio Cortázar. De este último se suele señalar su obra más conocida, Rayuela, como un claro ejemplo de lectura multisecuencial. En nuestra opinión, es en su obra posterior, 62, Modelo para armar, en la que esta premisa se lleva hasta el final. Como el escritor explica en el prólogo

«El subtítulo “Modelo para armar” podría llevar a creer que las diferentes partes del relato, separadas por blancos, se proponen como piezas permutables. Si algunas lo son, el armado a que se alude es de otra naturaleza, sensible ya en el nivel de la escritura donde recurrencias y desplazamientos buscan liberar de toda fijeza causal, pero sobre todo en el nivel del sentido donde la apertura a una combinatoria es más insistente e imperiosa. La opción del lector, su montaje personal de los elementos del relato, serán en cada caso el libro que ha elegido leer.»

(J. Cortázar, “Prólogo”, en 62, Modelo para armar, 1968)

En este orden de cosas, el lector deja de ser un ente pasivo, que se somete a los vaivenes por los que le conduzca el autor. Todo lo contrario, se ve impelido a pensar, a ordenar, a montar y reescribir la propuesta inicial del autor. De esta forma, queda totalmente desdibujada la frontera natural entre escritor y lector. El filósofo Bernard Stiegler propone recuperar el término Amateur (etimológicamente, “amante”) para designar a esta nueva figura de lector, que no se limita a consumir, sino que reelabora y otorga nuevo sentido a la obra artística. En nuestra opinión, el término amateur está excesivamente marcado por la polaridad amateurprofesional, como para poder ser consensuado un sentido nuevo. El término prosumidor (productor-consumidor), actualmente muy utilizado en algunos sectores del campo económico (industria del software participativo, figura del beta-tester, etc.), parecería la más adecuada para señalar tanto al creador inicial de un texto base que carece de sentido hermético, como al posterior lector que con su experiencia ordena y crea un itinerario de sentido sobre el universo caótico de lexias.

Concibiendo así la literatura como un universo interconectado, cabría preguntarse por la existencia de nodos significativamente más saturados. Aceptando los planteamientos de Bloom, la influencia de Shakespeare es notablemente superior que la de cualquier otro poeta de su tiempo. ¿Es Shakespeare universal y eterno? Bloom no dudaría en responder que sí; otros autores, que él colocaría en el saco de “la escuela del resentimiento”, lo negarían[xiv], justificando su éxito por su posición ventajosa en las relaciones sociales de dominación. Plantearse las causas literarias que hacen a unos autores más presentes que otros en el campo literario requeriría un análisis adecuado, utilizando las herramientas conceptuales propias del campo. Supondría, en todo caso, ubicar unos topos de orientación básicos desde los que comenzar la comparación. En todo caso, el hecho de que la obra de Shakespeare sea significativamente más recordada y leída que la de otros poetas en situaciones similares (vease Marlow), hace pensar que existen unas características formales en la obra que la hacen más fácilmente “traducible” (transportable en el espacio-tiempo cultural), que se presta más fácilmente a “lecturas fuertes” pertinentes.

Es en este punto cuando entra en juego el debate sobre la finalidad del hecho artístico. Ante las posibilidades infinitas de “apertura” que presenta por definición todo texto, cabe plantearse de nuevo el “¿para qué?” del hecho artístico. Una vez planteada la ambigua escisión del momento artístico respecto al resto de esferas de lo social, respecto a la cotidianeidad de la vida, se plantean diversos sentidos, objetivos, o funcionalidades de esta actividad. Estas tratarían, en primer lugar, de explicar la constancia histórica de estos eventos en las sociedades humanas y, en última instancia, servirían como legitimación del corpus social autónomo que reivindica su existencia libre de obligaciones para con el resto de campos.

Bloom, distanciándose de sus colegas deconstruccionistas, plantea el límite de los topos inherentes a la obra, que prevalecen sobre todo posible tropo que se realice a partir de ella. (Bloom, 1979). Leemos así todas las indicaciones que dominan su ensayo Cómo leer y por qué. Bloom plantea un objetivo de enriquecimiento individual egoísta que pasa por el respeto y sometimiento al canon. En este caso, hablaríamos más de una utopía individual más que de un topo acotable, ya que el dominio de un canon en perpetuo crecimiento (tanto en el volumen de obras como en la profundidad de los clinamen) es, por definición, inalcanzable. Además, esta perspectiva individualista supone la limitación temporal del canon, que reduce la potencialidad infinita del universo literario a “lo que un lector cultivado pueda absorber en su vida”.

La alternativa que plantea el paradigma del hipertexto pasa por renunciar a esta quimera individual, para recuperar un utopismo colectivo. De esta forma, se deja de considerar el universo literario como una totalidad centrada, para proponer un modelo de lector que continuamente descentra el canon. Landow utiliza la imagen de un Aleph viajero, desde el cual los individuos contemplan el universo. Dada la estructura propuesta del fractal, como representación de un universo auto-contenido y auto-referente, la contemplación de un rincón preciso de este universo literario supone necesariamente una contemplación metonímica del universo como todo. De esta forma, se propone la actitud de “expansión del presente”, mediante el trazado de múltiples trayectorias divergentes, convergentes, entrelazadas o paralelas, de forma que el único lector posible de la totalidad del universo es la misma entidad que lo creó: la humanidad en su conjunto. Para construir esta entidad de forma coherente, sería necesario establecer sistemas de comunicación entre las diferentes “líneas de agua” por las que fluyen culturas, disciplinas e individuos. Boaventura da Sousa Santos plantea esta actitud para la complementariedad a través del ejercicio de la hermenéutica diatópica[xv]. De esta forma, El individuo renuncia al ideal, tan inalcanzable como innecesario, de conocer individualmente la totalidad del universo. Es aquí donde se choca con la postura de Bloom acerca del canon, al que todo individuo debe aspirar a conocer, por simple lógica egoísta.

Esta polaridad de actitudes al enfrentarse al universo literario, puede ser ilustrada con el dilema que se plantea entre Sal Paradise (alter-ego de Jack Kerouac) y Dean Moriarty (alter ego de Neal Cassady), los memorables personajes de On the Road.

«A tall, lanky fellow in a gallon hat stopped his car on the wrong side of the road and came over to us; he looked like a sheriff. We prepared our stories secretly. He took his time coming over. “You boys going to get somewhere, or just going?“. We didn’t understand his question, and it was a damned good question.»

(Jack Kerouac, On the road, 1957. Subrayado mío.)

Planteamos esta posible polaridad entre dos formas de abordar el universo literario, ya que al plantearse como cuestión fundamental para el habitus prosumidor, centra la discusión contemporánea en el campo del arte; y puede llegar a centrar todo debate sobre el “buen” y “mal” gusto, es decir, la lucha por la hegemonía en el campo. Remarcamos que esto no supone renunciar a conceptos nucleares como el “derecho de entrada” y el “deber de salida”, sino simplemente una actualización de los mismos dado el nuevo entorno en las tecnologías de la información, y el paradigma epistémico emergente. ¿Cómo puede proteger el campo del arte su autonomía respecto a otras macro-esferas de lo social, en un estadio definido por la potencial participación de cualquier ciudadan@? ¿De qué forma retribuye a la sociedad los frutos logrados en el campo autónomo?

Estas son las cuestiones sobre las que hemos tratado de plantear las diferentes respuestas teóricas, en función de las posturas de los diferentes autores y corrientes. Pese a decantarnos por las últimas de las propuestas presentadas, no hemos querido dejar de intentar una perspectiva sintética y omnicomprensiva. Coincidimos con Bloom en la necesidad de un (u)topo que oriente toda experiencia en el campo artístico, de forma que se descarta el modelo de fruición desorientada y vacía que podría relacionarse con corrientes New Age, Zen[xvi], o con todo tipo de ocio consumista en la que el hedonismo nihilista es el principal componente (American Way of Life y derivados). La utopía de una humanidad intercomunicada capaz del autoconocimiento estético, nos parece mucho más pertinente y enriquecedora, y por esto hemos querido destacar estas corrientes invisibilizadas en nuestro memorandum. En todo caso, si en algo discrepamos de las posturas de Bloom, es en el intento de consolidar una autoridad inamovible en cualquier campo, y menos en un debate racional sobre las aspiraciones de un sistema intelectual. Nadie tiene ni el derecho ni la capacidad para ubicar, cerrar y bloquear, la noción consensuada de Utopía.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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[1] “El 30 de agosto de 2007, Hirst superó su anterior venta de Lullaby Spring con su trabajo Por el amor de Dios (For the Love of God), una calavera humana auténtica, toda ella incrustada de diamantes, 8.601 en total, que alcanzó los cincuenta millones de libras esterlinas (74 millones de euros), pagados por un grupo inversionista desconocido (posteriormente, se supo que el propio Hirst, su manager y uno de sus galeristas pertenecían al consorcio)(diario El País, 05/01/2008).” ([http://es.wikipedia.org/wiki/Damien_Hirst] 24/04/09) El hecho de que el propio artista pague para subir el precio de su obra no deja de demostrar como el alto precio económico, una fuente de capital simbólico totalmente dependiente del campo mercantil, se convierte en fuente de capital específico en el campo artístico.

[ii] En otro lugar hemos interpretado, basándonos en los esquemas analíticos de Bourdieu (1996), los nuevos formatos y sus estrategias de marketing asociadas, que emergen en el medio televisivo en la última década. Frente al éxito comercial que suponen los formatos Reality Show, las nuevas series (Los Soprano, Lost) reivindican una distinción basada en la “calidad literaria” de sus productos, alejada del entretenimiento banal de la “vieja televisión”. (ver “Efectes sobre el camp artístic:

la ficció audiovisual abans i després de la televisió.”, disponible en [http://jusousa.blogs.uv.es/2009/01/17/efectes-sobre-el-camp-artistic-la-ficcio-audiovisual-abans-i-despres-de-la-televisio/]). Las estrategias descritas para el género del comic son, en cierta forma, comparables.

[iii] En esta “mini-serie limitada” (recuperación de la unicidad de la obra) se narra una retrospectiva cronológica del universo Marvel, narrado por un “personaje corriente”, un fotógrafo humano que es testigo de la aparición de los sucesivos “prodigios” (marvels). El hecho de ensalzar al simple testigo, prescindiendo del punto de vista tradicional de los “superhombres”, puede ser interpretado como un homenaje al lector, reconociendo su participación fundamental en el hecho artístico y en la consagración del comic como Arte. En el último apartado de este ensayo se desarrolla el concepto de “participación” como una clave analítica para la deconstrucción de la polaridad “productor-consumidor”.

[iv] Ver nota 2.

[v] Serie de los sesenta en la que se presentaban diferentes superhéroes fantásticos en cada número. Series de este tipo, o la aparición de personajes secundarios que posteriormente consolidan una serie propia a partir de un spin-off (caso paradigmático del carismático Lobezno, que tras su participación en X-Men se emancipa en su serie propia) pueden considerarse un “tanteo” al público, de forma que la editorial pueda tener referencias de sus gustos para promocionar nuevos productos.

[vi] Esta concepción de la literatura como sistema coincide con los planteamientos estructuralistas de Barthes o Derrida (siempre deudores de la lingüística de Saussure), representados literariamente a través de las metáforas borgeanas de La Biblioteca o El Aleph Volveremos sobre este punto al abordar las aportaciones de G. P. Landow en torno al “Hipertexto”, como una forma estructural de concebir un sistema cultural, convergente con los desarrollos tecnológicos y los paradigmas epistemológicos emergentes.

[vii] El hecho de competir con “precursores” muertos, convierte al poeta en una entidad universal y autónoma, que se debe sólo a cuestiones estéticas exclusivamente propias de su campo. Los debates político-morales le son totalmente indiferentes (reacción radical contra la escuela del resentimiento).

[viii] Con esta figura retórica, Bloom hace referencia a la facultad creativa de los personajes de este autor, que son capaces de reflexionar (“escucharse a sí mismos”) y cambiarse a sí mismos de forma autónoma, en un proceso de auto-poiesis (efecto bootstraping en terminología cibernética). Según Bloom, mediante sus poemas Shakespeare “inventa” lo humano (en lugar de “descubrir” o “explorar”), dando a entender que su poesía precede al sistema de pensamiento. El auge del psicoanálisis (ciencia que según Bloom, fue “inventada por Shakespeare y codificada por Freud”) como modo predominante de comprender la psique humana (el alma), vendría a ser una demostración más de la centralidad de Shakespeare en el Canon.

[ix] Para representar el proceso de decadencia que sigue la literatura occidental desde el renacimiento, Bloom se remite al modelo de las cuatro edades de Giambattista Vico: tras la Edad Teocrática, surge la Edad Aristocrática o de los grandes hombres (Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe…), a esta sigue una Edad Democrática (literatura del siglo XIX: Tolstoi, Ibsen, Whitman…) y luego una Edad Caótica o del desorden (Freud, Joyce, Proust, Kafka, Pessoa, Borges, Beckett…). Y este desorden sólo podría ser reparado mediante una nueva Edad Teocrática. De esta forma, Bloom combina las dos principales concepciones de la temporalidad: la lineal y la cíclica.

[x] Frente al “escucharse a sí mismo” de los personajes de Shakespeare.

[xi] Por el contrario, Samuel Beckett representa para Bloom un caso claramente ilustrativo del modelo literario de agón escalonado. Sucesor directo de James Joyce, Beckett debe primero enfrentarse a este precursor, que se presenta como inabordable en cuanto a potencia lingüística. Es por esto, dice Bloom, que Beckett se niega a sí mismo su lengua materna (el inglés) y comienza a escribir en una lengua que no domina (el francés), con un lenguaje crudo y parco. De esta forma refuerza su agudeza cognitiva y plantea los aspectos metafísicos característicos que hacen fuerte su literatura. Una vez superada la figura de Joyce mediante este rodeo, Beckett puede plantearse el enfrentamiento con Shakespeare. La obra Fin de Partie es leída por Bloom como un clinamen (débil) de Hamlet. Frente a esta lectura, tan atada por el modelo bloomeano de la angustia de las influencias, se presenta la posibilidad de lecturas mucho más fuertes de la obra de Beckett. Destacamos como una muestra posible, el clinamen de Armando Nascimento Rosa, Falar no deserto. Estética e psicologia em Samuel Beckett. Utilizando como triple fulcro hermenéutico las bases psicoanalíticas lacanianas-freudianas, una teoría estética próxima a Adorno o Benjamin, y una perspectiva hierológica del gnosticismo tomada del Pessoa ensayista, este autor analiza e interpreta tres piezas de Beckett (All That Fall, Krapp’s Last Tape y Happy Days); para concluir con la producción de una pieza teatral apócrifa en la que los personajes de las obras de Beckett (Estragon, Vladimir, Winnie-Libertada, Boy) son utilizados para presentar las ideas de Nascimento Rosa.

[xii] El capítulo 9 de Ulises presenta a Stephen Dedalus (el artista adolescente, alter-ego del Joyce aspirante) planteando una interpretación particular de la relación entre la biografía de Shakespeare y Hamlet. En esta se plantea el paralelismo que se da en las relaciones entre autor y obra, la relación paterno-filial, y la creación divina. Según este modelo, el príncipe Hamlet (el hijo, la obra) estaría llamado a cumplir la voluntad del rey Hamlet (el padre, Holy Ghost, el autor) ya que sólo a través de él puede manifestarse. De esta forma, paradójicamente, la existencia del padre depende totalmente de la acción del hijo, de forma que podría decirse que “el padre es hijo de su hijo”, o “el autor es producto de su obra”. La figura semi-geométrica del fractal, definida por un algoritmo recursivo, ilustraría perfectamente este modelo de relación creativa.

[xiii] Ver nota 2.

[xiv] Un caso muy ilustrativo es el artículo de la antropóloga Laura Bohannan “Shakespeare en la selva”. En éste, la antropóloga trata de contar Hamlet en el círculo de la tribu africana Tiv en la que está haciendo su investigación etnográfica. En lugar de encontrar una emoción automática frente a los dramas humanos de Hamlet, las reacciones son totalmente sorprendentes e hilarantes: los ancianos de la tribu encuentran nuevos significados en base a sus relaciones de parentesco y su religión animista, de forma que tergiversan por completo el “sentido original” de la obra. Esto podría ser considerado una “lectura fuerte” (misreading) de Hamlet, o un ejercicio pésimo de traducción (en el sentido amplio de B. Sousa Santos, una traducción como translación no sólo idiomática sino también epistémica). La universalidad de Shakespeare, en todo caso, depende de los parámetros culturales desde los que se realiza la lectura.

[xv] Algo así como una “traducción entre formas de conocimiento”, que haga posible la comunicación entre diferentes paradigmas epistemológicos. Santos la define en función de su capacidad para plantear preguntas comunes y comparar las diferentes respuestas: «Esta [hermeneútica diatópica] consiste en un trabajo de interpretación entre dos o más culturas con el objetivo de identificar preocupaciones isomórficas entre ellas y las diferentes respuestas que proporcionan» (Santos, 2005: 175) Pese a que en un principio esta práctica aparece planteada para las prácticas de conocimiento (científica, mística, tradicional…), es sin duda un planteamiento recuperable para las prácticas artísticas. Ya hemos mencionado anteriormente como las influencias presentan la posibilidad de realizarse de forma horizontal, sin necesariamente tener que responder a la lógica parricida de la angustia de las influencias. Los préstamos desde la cultura de masas que realiza la beat generation, o la incorporación de la cultura materna en la literatura colonial y poscolonial, en conflicto con la cultura y lengua hegemónica de la metrópoli, se presentan como posibles ejemplos de estas hermenéuticas diatópicas, realizadas con objetivos que no son explicables a través de la angustia de las influencias.

[xvi] Toda la música que John Cage dedica al Silencio, denominada “música no intencional”, trata de restablecer esta tendencia. Planteando que la totalidad de sonidos perceptibles por el oído humano son susceptibles de ser considerados “música”, se retribuye la responsabilidad del acto creativo al oyente, que es quién establece los patrones de sentido, orden y belleza, sobre cualquier sonido que pudiese ser considerado “ruido”. El ejemplo más paradigmático es su obra 4:33, que consiste en 4 minutos y 33 segundos de silencio, durante los cuales la orquesta permanece quieta y silenciosa.

Frente a esto, otros compositores contemporáneos como Stockhausen o Xenakis, sin negar la participación del oyente (receptor) en el hecho artístico, recuperan el concepto platónico de “la idea preconcebida” (como un topo) que orienta la composición e interpretación. Particularmente en este último, son igualmente importantes las nociones de “deconstrucción” y “utopía”. Esto es apreciable en obras como Rebonds b, que consiste en la deconstrucción del material musical de forma multisecuencial. Esto se consigue comenzando con un patrón estable y circular, sobre el que se van intercalando fases totalmente externas. Cuando el patrón inicial se retoma, éste está cada vez más descompuesto hasta que finalmente se forma una “bola” (o nube, metáfora comparable a la multi-secuencialidad y apertura de un hipertexto) en la que se fusiona el patrón inicial y las fases externas. Todo esto sería incomprensible sin la preeminencia de un ideal utópico, del valor de una idea inalcanzable por encima de lo prácticamente realizable (reinvención de los ideales de la Grecia Clásica, fundamental en Xenakis). Este se plasma en sus obras en detalles de composición como el intercalado de pasajes físicamente imposibles de interpretar (por ejemplo, un acorde de 11 notas simultáneas en el piano, o la primera nota de Rebonds b, técnicamente imposible).

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  1.    Falando no deserto » Henri Simon Leprince on gener 7, 2011 20:29 pm

    […] detrás de un barquito con el nombre de Lautaro (el hijo de Roberto), el monstruo Harold Bloom, al que todo lo que no sea Shakespeare le quema las manos, el que evangeliza y dogmatiza con su […]

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